domingo, febrero 14

A remar mi amor


El inclemente de mi amigo Rupert me dijo; ¨ ¿como puede ser que no tenga pelo y tenga GPS? ¨. Es el precio de una obsesión . El capitán Kurt remontando el río Congo. Hay obsesiones y obsesiones. Están las obsesiones molestas que son palos en la rueda para una vida normal; la duda sí cerré bien, sí se me cae el pelo, sí el vaso está limpio; sí me quiere de verdad; y están las obsesiones que son la zanahoria que nos hace mover hacia adelante, el santo grial, el altar donde inmolamos nuestras vidas. Esa clase de obsesos o dan temor, o producen admiración o una saludable alegría o contagian; en breve, son personas que inician cadenas de causas. En un mundo que en general va en piloto automático.
Estaba el otro gigante enfrascado en conversaciones sesudas y profesionales acerca del peso que debía tener un kayak. Todos somos el gigante que nos preguntamos si dos kilos más o dos kilos menos en el kayak mejoraran nuestra performance y no vemos los treinta que llevamos en la espalda (y en la trabajada busarda). Filosofía barata que aprendí en yoga. Ja. El gigante tiene carácter. Cuando la novia se dio vuelta por primera vez y mientras hacía Glup Glup, en vez de de tirarse al agua le dio un golpe al kayak gritando, ¡levántese, levántese! Ni el ruido de las lanchas colectivas taparon el vozarrón y la chica salió del agua hecha una mujer y kayakista de primera.
La cosa es que metimos las cosas arriba del kayak y salimos. Descubrimos algunas cosas en carne propia. Que cosa es eso de remar contra la corriente, que cosa es pilotearla; que cosa es un río caudaloso; que cosa es saludar a los niños con bondad. Esto último por ejemplo. Los niños te saludan desde alguna casa y respondes con una sonrisa. Descubrimos también que hay perros que merecen la medalla de honor a su trabajo de guardianes; ladran y se tiran al agua para seguir ladrando como si fuera un auto que pasa. Algún cronista más de izquierda lo podría considerar un exceso de amor al dueño explotador. A mi me parece conmovedor. Descubrimos que antes de llegar al Paraná se siente en el agua una vibración extraña que no llega a la superficie, como si cerca hubiera un animal gigantesco y amorfo que respira en alguna parte. Es hermoso y perturbador al mismo tiempo. Descubrimos también el miedo que produce la ignorancia. Un miedo que podría destilarse a respeto si se supiera que está todo bien, que basta con mandarse. O no, que no hay que mandarse. Descubrimos que en el mundo de las lanchas y motos de agua hay muchos con caras de garcas. Algunos rodeados de sus hijos futuros garquitos; llenos de potencial para el bien que será encauzado para el mal de la prepotencia y el desinterés. Por suerte hay otros que todo lo contrario. En el medio estamos la clase media.
La segunda noche fue alucinada. Sumados al estado de entrega que produce el cansancio físico y las horas bajo el sol, una sucesión de ruidos ininterrumpidos y novedosos cada vez adornó nuestra noche. El perro guardián que revive en la noche como si estuviera de cocaína, la lechuza que no paraba de chistar, los niños de los garcas jugando a las escondidas, la tormenta, una radio lejana que venía tan lejos como nuestra infancia (aluciné a Héctor Larrea y el rotativo de radio Rivadavia); el gallo, el motor que hace Klak Klak Klak, los pasos en la escalera, el zumbido de mi oído como acople de equipo marshall en mal estado. Noche alucinante.
Rupert después de haber cruzado el río que estaba más picado de lo que podíamos se dio vuelta de la manera más boluda; demostrando que nos inmovilizan más unos cuantos ojos que miran desde la playa que el miedo a las olas bravas (para nosotros). Todo es mental. Sí, ya lo dije, estoy yendo a yoga que me viene muy bien para la contractura.


Dj malhumor

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